Un café con el director:
Estimados vecinos de Guanarito,
Continuamos nuestra reflexión sobre la verdad, pero hoy quiero enfocarme en una pregunta que surge inevitablemente cuando cuestionamos la posibilidad de alcanzar certezas absolutas: ¿qué nos otorga la autoridad para proclamar que nuestra visión es superior a la de los demás? ¿Qué nos lleva a sostener que nuestra posición es la única válida?
En el artículo anterior se mostró como la historia de la filosofía está plagada de intentos por encontrar fundamentos sólidos para nuestros juicios. Desde Platón, con su mundo de las Ideas, hasta Descartes, con su “pienso, luego existo”, la búsqueda de una verdad indubitable ha sido una constante. Sin embargo, la posmodernidad nos ha enseñado a desconfiar de estas certezas, mostrándonos cómo el conocimiento está siempre condicionado por el lenguaje, el poder y el contexto.
Si aceptamos que la verdad es escurridiza, que nuestras perspectivas son siempre parciales y limitadas, ¿cómo justificamos nuestras decisiones y acciones? ¿Cómo evitamos caer en un relativismo paralizante, donde todas las opiniones valen lo mismo y la acción se vuelve imposible?
La respuesta no es sencilla, pero creo que pasa por reconocer la arrogancia inherente a la certeza. La convicción de poseer la verdad absoluta suele ir de la mano con la intolerancia y el desprecio hacia quienes piensan diferente. Cuando nos creemos dueños de la razón, nos cerramos al diálogo y a la posibilidad de aprender de los demás.
En lugar de buscar certezas inalcanzables, quizás debamos centrarnos en construir un diálogo abierto y respetuoso, donde podamos confrontar nuestras ideas sin pretender imponerlas. Debemos reconocer que la verdad no es una posesión individual, sino un proceso colectivo, una búsqueda constante y compartida.
Esta reflexión se vuelve especialmente relevante en el contexto político venezolano actual, marcado por la polarización y la profunda división. La oposición se enfrenta a una encrucijada crucial: ¿participar en las elecciones de 2025 o abstenerse?
Ambas posiciones tienen sus argumentos y sus defensores. Quienes abogan por la participación argumentan que es la única vía para generar un cambio político, para movilizar a la población y para recuperar espacios de poder. Quienes defienden la abstención señalan la falta de garantías electorales, la manipulación del sistema y la necesidad de mantener la presión internacional sobre el gobierno.
En este escenario, la arrogancia de la certeza es un peligro real. Cada bando tiende a demonizar al otro, a descalificar sus argumentos y a presentarse como el único poseedor de la verdad. Sin embargo, la realidad es mucho más compleja y matizada.
No hay respuestas fáciles ni caminos seguros. La decisión de participar o abstenerse es un dilema ético y político que requiere un análisis profundo y una reflexión serena. Implica sopesar los riesgos y las oportunidades, evaluar las posibilidades de éxito y fracaso, y considerar las consecuencias de cada opción.
En lugar de caer en la trampa de la certeza, quizás debamos apostar por la humildad y la prudencia. Reconocer que no tenemos todas las respuestas, que nuestras decisiones son falibles y que debemos estar dispuestos a aprender de nuestros errores.
El futuro de Venezuela no depende de la imposición de una verdad única, sino de la construcción de un diálogo inclusivo y respetuoso, donde podamos encontrar puntos de encuentro y construir un camino hacia la democracia y la reconciliación.
Los invito a reflexionar sobre estas ideas y a compartir sus propias perspectivas sobre el dilema que enfrenta la oposición venezolana. ¿Cómo podemos superar la polarización y construir un futuro mejor para nuestro país?
Felipe Jiménez Dueño
Director General de la Alcaldía de Guanarito